domingo, 13 de octubre de 2013

Una noche como otra cualquiera

Había sido una noche como cualquier otra: apuestas, bebidas, peleas y mujeres. La lluvia que descansaba sobre sus hombros era también como cualquier otra: fría y pegajosa. La casa donde se resguardaron era una entre tantas, como cualquier otra: sobria, sencilla y humilde. Y la situación, el juego de miradas, las frases inacabadas. La misma escena de tantas otras noches. Una noche como cualquier otra.

Esa precisa noche, entre tantas otras, había jugado, pero no recordaba cuánto había perdido. Había bebido, pero la embriaguez lo había abandonado de golpe hacía ya tiempo. Había luchado, pero los moratones no palpitaban ni dolían, como los de otras noches. El agua sobre sus hombros parecía cálida, en consonancia con el resto de su cuerpo, aunque la habitación permaneciera aún fría.

Y el interior de la casa brillaba de manera antinatural.

Buscó con la mirada perdida, intentando hallar la fuente de tan rara luz, hasta que sus pupilas se encogieron al clavarlas sobre las de ella. El entorno se enaltecía bajo su sencilla presencia: la sobriedad dejaba paso a la majestuosidad. La mujer frente a sí, a diferencia de tantas otras, había robado sus palabras, siempre prestas, con aquel beso. No había más juegos que el que sus ojos marcaban: la escena estaba escrita y ella era su autora.

Conocía a la perfección el origen de la estampida que recorría su pecho. Incluso podría ser el motivo de que aquella noche, entre tantas otras, resultara tan conmovedoramente especial. Sentía algo distinto, algo esclarecedor, algo que con cuidados, agua y sol, podría echar fácilmente raíces. Pero sabía, desde el momento en que ocultó su verdadero nombre, que no volvería a verla jamás. Lo efímero de una sensación tan extrañamente profunda, ese era el motivo del tambor incansable que retumbaba dentro de sí.

Y ella habló, aunque a oídos de él sonara como un encantamiento que lo hizo asentir casi al instante. Con su asertivo ademán, todo rastro de duda se esfumó, perdiéndose en la infinidad del húmedo aire al ritmo del traqueteo de la lluvia. Con ella, su mente se volatilizó también, embaucada por el susurro de la ropa al caer.

Su vida se había convertido en un vórtice sin sentido, lleno de odio y rencor, de banales gestos y una superficial diversión que sólo enmascaraba por unas horas lo vacuo de su mundo. Solamente en el trabajo lograba calmarse. Era en esos momentos cuando su alrededor se detenía, todo ocupaba su lugar y se mostraba nítido. Tan sólo sumergiéndose en sus labores lo había conseguido, hasta aquella noche.
Si desviaba su mirada, ahí estaba, el paisaje arrancaba de nuevo y todo se tornaba borroso. Pero allí, inmerso en el verdor de su mirada, todo dejaba de girar. Su mente se despejaba, así como su visión. Todo se hacía claro bajo sus ojos, aun cuando estos parecían encontrarse bajo el embrujo de la fugacidad del momento. Quería hablarle, quería decirle cómo se llamaba y por qué había mentido en ello. Quería preguntarle a ella su verdadero nombre y acabar con el aroma tan perecedero que envolvía a sus cuerpos. Quería asirla firmemente, agarrarla entre sus brazos para no dejarla ir jamás, pero sabía que sería un esfuerzo tan vano como el intentar atrapar una palabra o una sonrisa. Temía, además, que si apartaba de ellos ese aura, si tiraba de ella hacia abajo, hacia la realidad del mundo, todo acabara tan bruscamente como había comenzado. Por eso no dijo nada, se forzó a ello, dirigiendo sus labios a otros menesteres.

Besó cada rincón de su cuello, cada resquicio de sus hombros, apartando tela y cabellos conforme recorría tan dulce camino. Su piel se mostraba cálida bajo sus labios, pese a lo mojada que aún permanecía. Era su suavidad lo que parecía haberlo sellado a ella, no pudiendo recuperar el control de su lengua hasta que no se hubo saciado con su dulzor.

La miró a los ojos de nuevo, mostrándole una sonrisa tan natural y sincera como si la conociera desde hace años. Y por un momento, el tiempo que pudo resistir sin volver a paladear el almíbar de su piel, le pareció que era cierto. Ella y él se habían criado juntos, habían jugado por las calles del barrio desde que tenían uso de razón. Habían crecido viéndose a diario. Sus personalidades se habían forjado al mismo tiempo, y en cierto modo dependían la una de la otra. Eran así, y no de otra manera, porque habían compartido una vida. Sólo así se podría explicar la facilidad con la que ahora él la miraba, firme y sin vacilar. La confianza con la que sus labios se deslizaban sobre los de ella. La firmeza con la que él la acercaba hacia sí.
Esa sensación agitó su columna por un instante, en un pasajero escalofrío. Porque nada de aquello era cierto, aun cuando sus gestos y acciones dijeran lo opuesto. Aun cuando la mirada que se clavaba en sus dorados ojos indicara que así fuera. Aun cuando esa sala, aquel momento y el vibrar de esos dos cuerpos gritaran lo contrario.

Despejó su mente, por enésima vez en esa noche, cediendo al deseo. No había cabida ahora para las dudas, ni en su cabeza ni en su cuerpo, por lo que la primera dejó el control al segundo, acomodándose para degustar cada matiz del viaje.
Sus manos se movieron ágiles, prestas a situarse en la cintura de ella y atenazarlas con dulzura. La elevó con gran facilidad, la misma que usó para abrir hueco con su mentón entre sus cabellos y las vestimentas que aún cubrieran su camino. Despejó el camino a su boca, que volvió a hundirse en el arco de su clavícula, aunque pronto quedara atrás.

Sus brazos se situaron hábilmente en su baja espalda, apoyando ésta sobre sus antebrazos para hacerla descender tan suave y sosegadamente como había se había elevado. Esta vez su cabeza acompañaba al delicado cuerpo de ella, por los que sus labios podían detenerse y explorar la zona, moviéndose hacia los lados y ordenando a los dientes que tantearan el terreno de tanto en tanto. Él la posó sobre el piso con deferencia, tan calmadamente que le llevo su buen tiempo. Aunque nada importaba, mientras sus labios continuaran saboreándola, sus movimientos podrían demorarse décadas.

Pausó su festín un instante, como tomándose un respiro para afrontar con el debido temple el dulce bocado que le auguraba. Aprovechó para mirarla y contemplar también los efectos que sus movimientos habían despertado en ella. Sus manos se liberaron de su espalda y recorrieron sus costados mientras él procuraba no desviar su mirada de los labios y ojos de ella. Aunque se antojaba una hazaña difícil. Pero disfrutaba con aquello tanto como catando cada resquicio de su piel. Mientras jugaba con su boca, la respiración entrecortada y acelerada de ella había supuesto la banda sonora perfecta para su pequeño viaje. Ahora trataba de hacer como si nada pretendiera, moviendo sus manos quedamente mientras la observaba. Parecía no prestar atención a esas partes de su cuerpo que la acariciaban.

Tanto se recreó en ello, que se dispuso a reprimir un poco más su deseo en pos de aumentar el de ella. Quería comprobar la excitación que había evocado en ella. Es más, ¿por qué tenía que continuar? Si continuaba, aquella noche, esa noche entre tantas noches, llegaría a su fin. “¿Por qué tiene que acabar”, pensó. Y con ello volvió ese agridulce sentimiento.

“Y si ella fuera la que… ¿por qué dejarla ir?”

Por enésima vez, más una, despejó su mente y la dejó desparramarse sobre los besos de ella, cediéndole momentáneamente el control de su cuerpo. Y de su vida, si así ella se lo hubiera pedido en aquel preciso instante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Qué te ha parecido el texto?