lunes, 22 de octubre de 2012

De tambores y otros corazones

“Pum, pum. Pum, pum.”

Seguía tamborileando.

“Pum, pum. Pum, pum.”

Por más que se esforzaba, no parecía querer aminorar.

“Pum, pum. Pum, pum.”

Hacía una eternidad que había abandonado el refugio de un techo. Tan mojado se encontraba que la lluvia ya se sentía parte de él. Perderse, como ella, se le antojaba ahora como el mejor de sus sueños. Escurrirse por la arcilla del terreno, ir a parar a un lago o un río y continuar su camino, dejando todo atrás sin pensarlo dos veces.

Sea lo que fuere lo que le había poseído instantes atrás, aún tenía entre sus fauces su corazón que repicaba sin cesar, imitando el ritmo de la lluvia con cada gota que iba a parar sobre su piel. Cada vez que rememoraba el precipitado gesto, el furtivo beso y las vanas escusas antes de huir, él se encogía más y más sobre sí. Sólo la dulzura de los labios de ella que aún remanaban de entre los suyos, le hacía sonreír y erguirse de nuevo. Pero de nuevo le azotaba la vergüenza y su espalda se arqueaba nuevamente, fijando su mirada en el cieno. La tierra se le presentaba ahora más inspiradora que el cielo.

Su mente intentaba ordenar a sus piernas, pero el tambor incesante de su pecho lo mantenía anclado bajo aquel árbol. La vaga esperanza de que el ensueño fuera compartido y no sólo lo embriagara a él se esfumó a los pocos minutos, cuando dejó de observar la casa que había abandonado y de donde esperaba verla acercarse.

— “¿En qué diablos estabas pensando? ¿Qué se te ha pasado por la… por qué saliste corriendo? ¿¡Eso lo va a arreglar!?” — Ni siquiera su voz interior lograba aclararse. — “¿Qué demonios pasa contigo?”

Durante su corta huida había creído que el corazón se le saldría del pecho, impaciente por escapar de él y buscar un habitáculo más calmo. La brisa fría, la lluvia y la meditación habían sosegado su espíritu durante aquel período de tiempo que no habría sabido calcular. Un sonido, un pequeño crujido, lo hizo volver al anterior estado de excitación. La estampida volvió a su torso cuando el chirrido de la madera de la puerta se hizo notar sobre el estruendo de la precipitación, implorando a sus pies que volvieran a huir, pero no se movió.

Su pálida tez manifestaba luz propia. Su argénteos cabellos, mecidos a merced del viento, desafiaba por momentos la lluvia y la oscuridad, cuan lucero del alba. “Un ángel. Un ángel en el mundo de los Dioses de la Muerte”, pensaba él. “¿Habría visión más hermosa?”

Ella se movió con gracia, rozando el terreno con delicadeza en una caricia danzante. Los pequeños faroles dorados bajo aquel árbol, siguieron la trazada de su cuerpo bajo la lluvia, abstraído en la belleza de su silueta y la sutileza de sus pasos. La visión inocente y angelical fue relegada por el fuego de lo carnal, gracias en parte a las caladas telas violetas y al caprichoso viento que las mecía. La generosa figura de ella fue trazada frente a sus ojos, en violeta y blanco, por los dioses de la tormenta sobre el oscuro lienzo de la noche. Para cuando estuvo frente a sí, él simplemente no supo qué decir.

Desconocía que llegó a pronunciar ella, justo antes de encogerse junto a él, pero estaba seguro de que fue su cálida voz quien lo despertó del gélido ensueño de la lluvia y no el manto que ella había colocado sobre sus hombros.

El escenario se repetía, cieno y lluvia, lo mugriento y lo inmaculado. Idéntico paisaje, idénticos protagonistas pero tan distinto palpitar, tan dispares emociones. La lluvia sobre el estanque, el techo y el árbol, el susurro del viento, cada vez más violento; y de nuevo ese tambor que resonaba tan cerca y tan lejos: todo quedó en silencio. En su derredor, todo se detuvo. Las ramas del árbol dejaron de mecerse, curiosas. La lluvia se sostuvo en el aire, observando. El estanque dejó de crepitar y ondularse, expectante. El tiempo se deformó en el preciso momento en que sus rostros se fundieron. Enredó sus dedos en el telar nivio de sus cabellos, acariciando su cabeza mientras la atraía, más y más, hacia sí. Se dejó mecer en aquel largo, largo beso en el que ni podía ni quería averiguar dónde acababa su vibrante cuerpo y el de la bella dama daba comienzo.


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La tormenta había quedado atrás, el tambor había cesado su repiqueteo. Los brazos, hastiados del esfuerzo por sobrevivir, se negaban a obedecer. Por unos instantes nadie arrió las velas y el navío se meció a voluntad de la mar, dejándose hacer por la brisa que le acariciaba.


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— Volvamos. — le contestó.

“Podría caminar sobre ascuas, nadar bajo un lago helado” querría haber dicho. “Podría correr bajo un huracán y volar entre relámpagos, siempre que no perdiera de vista el prado verde de tus ojos”. Pero se limitó a callar y clavar sus pupilas en las de ella. Callar y reaccionar rápido, como cuando aquel furtivo beso. La agarró con delicadeza y soltura, para luego retomar el camino de vuelta a la casa, despacio, bajo la incesante lluvia.

Dejó caer con suavidad a la joven en la escasa porción de madera que aún estaba seca. Agarró, con la delicadeza del lino, la fina muñeca de ell para cruzar el umbral a la par y guarecerse finalmente de la tormenta. Junto a luz de la lamparilla, que aún crepitaba, la hizo girar, enfrentándose a ella. Colocó sus manos sobre sus hombros, su cuello, y por un instante que le pareció eterno se dejó perder en el pastizal de su mirada. Corrió, voló sobre el trigo verde de sus ojos, pero alguien o algo lo llamaba. El canto de sirena de los labios que ya había probado exigían su atención y no tardó en ceder ante ellos, bajando sin prisa para volver a saborear los placeres de la dulce joven. Sus brazos se escurrieron por su espalda, anclándose en su cintura que pronto fue suya. Hizo coincidir sus figuras, compartiendo la humedad de sus ropajes y la calidez de sus cuerpos. Todo él la sentía ahora, la saboreaba, no sólo sus labios, y por otro eterno y leve momento, se dejó embriagar por aquella sensación.


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Habían bailoteado bajo la música de las olas y la suave brisa marinera, pero tiempo era ya de dominar los vientos y los mares. A la orden del capitán, el navío desplegó sus velas y pronto la mayor se hinchó, viento en popa. Ahora era la madera quien cortaba la mar y no las olas quien golpeaban al casco. Antes el huracanado viento agitaba el navío, ahora la brisa había sido contenida, dominada. La tormenta no marcaba su sino, el timón trazaba ahora su camino.


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El fuego crecía dentro de sí. Pero su mente continuaba combatiéndolo con fervor. Ella había sufrido demasiado aquella noche, no quería ser el origen de un nuevo mal forzando el parecer de la joven dama. Sin embargo, mientras meditaba, mientras la besaba, sus manos se movieron con voluntad propia y pronto encontró sus dedos enraizados en el frondoso bosque alba. Abrió un momento los ojos para volver a mirarla, juzgando sus reacciones, intentando adivinar qué corría por su mente. Pero no tardó en perder la conciencia de sus actos de nuevo y, en menos de lo que sus trepidantes corazones latieron una sola vez, él había hundido sus labios en el largo cuello de ella, besándola y degustando su piel con su lengua, mientras su nariz se embriagaba de los aromas de su pelo.

Despertó al instante y se apartó, avergonzado en apariencia, deseoso de perderse en su cuerpo, en realidad. Volvió a mirarla y sonrió cálidamente en un desesperado gesto por preguntar: “¿qué hago?” Desenredó una de sus manos de la cabellera de ella para acariciar su rostro, primero con el dorso de sus dedos sobre la mejilla, más tarde con las yemas de estos sobre sus labios. Quería hacerlos hablar… o actuar. Quería que respondieran a sus pensamientos. Qué debía hacer, detenerse o dejarse llevar y no parar.

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