lunes, 16 de julio de 2012

La Guardia de la Corte

Sala de Reuniones de Capitanes. Una estancia célebre aunque austera, como el resto del Primer Escuadrón. Aquellas cuatro paredes habían acogido a multitud de guerreros de muy diversas personalidades. Alrededor de esa mesa se habían sucedido airadas conversaciones, debates inagotables y alguna que otra pequeña celebración. Bajo ese techo se habían vivido momentos de máxima tensión, momentos ceremoniosos y pocos instantes de relajación. Allí se habían tomado decisiones, se había resuelto el rumbo de la Corte, se había escrito la historia de la Estado. Esas cuatro paredes habían escuchado de todo, porque sobre todo voces, discursos y discusiones habían reinado aquella cámara, retumbando en cada rincón como un eco incansable.

Ahora nada oían esos tabiques, nada salvo el solemne repiqueteo de los más poderosos corazones guerreros aunados en un largo y eterno silencio.

La ponzoñosa neblina del mutismo se había extendido por la cámara después de que la noticia se hiciera pública. El pilar maestro de toda la jerarquizada estructura de aquella Corte se había quebrado. Noticia de por sí insólita, pero las circunstancias de estos hechos, o más bien la falta de detalles de éstas, envolvían a lo sucedido con un halo de misterio que infundía temor hasta en los más fieros soldados. Y cómo no iban a atemorizar a alguien algo que pudo acabar con el guerrero más poderoso de todos los tiempos, el fundador de la Guardia de la Corte y la referencia de todo el ejército del estado, de un solo ataque, sin dar opción a defenderse. Poco más se conocía de lo sucedido salvo el resultado final y éste era que el Comandante se encontraba en su cama, gravemente herido, y que nada se sabía del agresor, ni había ningún rastro de él.

La más portentosa biblioteca del mundo se venía abajo. El universo se colapsaba todo él sobre un punto. Cada pilar del panteón cedía al peso de toda la estructura. Todo se desmoronaba, todo los principios lógicos en los que había basado su carrera y su vida, se hacían añicos. Su mundo languidecía en su interior, pero fuera nada mostraba. Si pocos podían atisbar algo en su mirada, sólo uno podría alcanzar a leerla y éste se hallaba postrado, incapaz, en su lecho. El Teniente carraspeó, tomando las riendas de aquel malogrado paisaje para romper de una vez la mudez de tan suntuosa sala.

— Caballeros. — Su voz se antojaba clara, ausente de emoción. — Sobra decir que nos enfrentamos a una situación sin precedentes. — Hizo una pausa para pasear su mirada por todos los presentes. — El Comandante, fundador de la Guardia, se encuentra incapacitado y la defensa del Estado recae ahora sobre nuestros hombros. — expresó, firme, decidido.

El crujir de la gruesa madera del pórtico interrumpió las palabras de teniente. Tras ellas, una encorvaba figura atrajo las fascinadas miradas de los allí presentes. Cada Capitán en activo se encontraba en la sala, sólo rompiendo la monotonía el acallado teniente, que hacía las veces de Comandante en funciones para aquella reunión. Nadie debía perturbar esa asamblea, nada ni nadie podía atravesar el umbral bajo el que aquella torcida, aunque honorable figura se encontraba. Bajo una melena tan gris como una tormenta, dos pálidos ojos escrutaban a todos los allí presentes, enérgicos a la par que ancianos. Una esbelta nariz conducía a unos labios surcados en arrugas que se extendían por todo su rostro como mala hierba en un cultivo. Su sonrisa, torcida y diminuta, no inspiraba simpatía alguna. Respeto quizá, pero tan inquietante mueca no podía preceder nada agradable.

— Vengo en representación de la honorable Cámara de los Nobles. — se presentó. Su voz se hacía notar lenta, tal y como los pasos que le acercaban al resto. — Dados los desgraciados acontecimientos acaecidos sobre la célebre figura del Comandante, la Cámara toma el control momentáneo de las decisiones de la Guardia de la Corte hasta que la situación del Estado vuelva a la normalidad.

— Inaceptable. — irrumpió una voz de uno de los capitanes allí presentes.

— Esto va en contra de todo código de nuestra orden, de todo protocolo. — añadió otro, más sosegado que el anterior.

El distinguido intruso dio otro paso al frente, haciéndose notar. Su testa parecía desproporcionada en tamaño con respecto a su escueto cuerpo, aunque quizá su quebrado dorso podría engañar. Vestía de manera impecable, con telas nobles de estampados dorados sobre un solemne fondo morado. Carraspeó, devolviendo el silencio otrora reinante, y lo dejó estar por unos instantes.

— La Guardia ha sido decapitada. Su ineficacia ha sido más que probada. Debéis acatar los designios de la Cámara. — exhortó, aunque a todos les quedó un agrio sabor a orden en sus oídos.

— ¡Esto es inaudito! — exclamó un tercer capitán. — No sólo irrumpes en este sagrado acto sino que vienes aquí, a nuestra casa, a insultarnos.

La desazón crecía en el ambiente y, de no ser contenida por los curtidos caracteres allí presentes, esta hacía tiempo que había transformado en ira. Sin embargo,Teniente del Primer Escuadrón, quien presidía la reunión, continuaba mostrándose tan pétreo como al comienzo del encuentro, pareciendo ser el único de todos los shinigamis al que aquella intromisión no había importunado. Sólo se giró para decir dejar escapar una única palabra:

— Guardias.

Tras sendos chasquidos de armaduras, dos soldados aparecieron a ambos costados del anciano noble. Sonriente, tal como irrumpió, éste abandonó la sala, escoltado. A sus espaldas los guerreros reunidos clamaban justicia y su detención. En el grupo de capitanes, de casi obligada diversidad, se encontraban y enfrentaban dispares opiniones en cuanto cualquier tema que incluyera a las nobiliarias familias saliera a la palestra. Aun sin la presencia del pequeño personaje, la Cámara de los Nobles ya había logrado sembrar la semilla de la disputa entre las más poderosas mentes de la Guardia de la Corte. Mas el tema pronto volvió al camino que tan urgentemente necesitaba de toda su atención y cada oveja, con él, a su redil.

— Puede que tenga razón. — añadió el teniente del Primer Escuadrón, tras unos segundos de mutismo. Al unísono, todos los capitanes ahogaron un grito de asombro, incrédulos. Pero él agitó su cabeza y se hizo entender.

Explicó que la Guardia y la sociedad entera pedía un cambio de rumbo a gritos y todos, tras breves titubeos, acabaron por darle la razón. Tras la pasada, aunque no tan atrás en el tiempo, Guerra contra el enemigo, los problemas habían ido en aumento, más que solventarse los ya implantados. Aún acuciaban las bajas en batalla, no tanto por el número de éstas, sino por los problemas estructurales que habían originado en la jerarquía de los escuadrones. Estas fallas acarreaban un mal funcionamiento de estos, a la vez que significaban una inestable base sobre la que edificar la defensa del Estado. Todos, sin excepción, secundaban aquellas premisas, las primeras a solucionar.

Hubo quien llegó a atreverse a calificar aquel sistema como arcaico, incapaz de funcionar eficazmente en la actualidad. Otros apuntaban hacia la escasez de guerreros experimentados para razonar los problemas de la Corte. Todos, de nuevo sin excepción, se mostraron decididos a renovar el Ejército de la Guardia desde su base, colocando cada ladrillo sobre firmes cimientos en pos de la prosperidad del Estado.

En el fragor del ir y venir de ideas, un Capitán llegó a sugerir que había un excedente de puestos vacantes, que debían buscar solución a esto primero. Otros indicaron que la actual cantidad de guerreros no era suficiente para que cada División cumpliera sus funciones más básicas. Pronto se llegó a la conclusión que la solución que solventaba todos aquellos problemas de un solo tajo era la unificación de escuadrones, pues así se paliaba la falta de líderes competentes para encabezar los escuadrones, y estos se fusionaban, aumentando sus efectivos.

Tras la vigilia, plagada de debates e ideas que iban, venían y se perfilaban, con la madrugada, la élite de la Guardia había llegado a un acuerdo. Como todos habían coincidido, debían volver a sus orígenes, a la base de todo guerrero, para recrear desde la base todo el paradigma de la Corte. Se eligió, como sugirieron, reunir los Escuadrones, emparejándolos por actividades comunes, hasta dejarlos en siete. Siete, como siete eran las virtudes del Camino del Samurai. Rectitud, Coraje, Benevolencia, Respeto, Honestidad, Honor y Lealtad serían los nuevos siete elementos, los siete pilares donde una nueva Guardia de la Corte debía resurgir, más fuerte, eficiente y poderosa que la anterior.

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