jueves, 3 de mayo de 2012

Pecho henchido, mentón erguido.

Caminaba aquel señor con pecho henchido y mentón erguido, orgulloso de su más lustrosa prenda. No tenía reparos en lucir esa tela que resplandecía bajo el sol y que no sólo osaba reflejar sus rayos, sino todo aquello que sobre ella se posara. Cada golpe, cada roce, cada elogio y alabanza sobre él resbalaba, cual gotas de rocío. Se sentía protegido del exterior sin con ello aislarse de éste. Se hallaba imperturbable ante todo y ante todos bajo él. Era al mismo tiempo su más firme escudo y el más cálido de sus mantos.

Nada importaba sobre él. Mientras el interior siguiera en paz consigo mismo, el exterior no podría nunca mancillar el inmaculado ego de aquel hombre. Su mente, excluida de la vorágine exterior, podía al fin alcanzar la felicidad. Su psique viajaba libre, sin obstáculos, por el sinuoso camino de la vida. Gracias a esa obra de arte, armadura y célebre atavío podía caminar sin demora desde el alba hasta el ocaso.

Y la noche llegó, agria como el más oscuro de los chocolates. Y la luna bajó, testando con sus tibia luz las galas de aquel hombre. Juguetona rozó con su tenues lazos alseñor de pecho compungido y vidriosa mirada. Mas su espejo no falló. Rechazó cada sutil toque, caricia y bofetón durante la larga vigilia que la argéntea dama le dedicó. Su pícara sonrisa fue perdiéndose, paulatinamente, entre el danzar de las estrellas. Para cuando la alborada afloraba sobre los lozanos campos frente a aquel impasible hombre, la luna ya había dejado de intentar llegar a él y, mientras se volvía al horizonte, fue recogiendo una a una cada carantoña y sentido ademán que le había sido reflejada.

Una nueva aurora se irguió frente a él, hombre de hueco pecho y mentón rendido, sorprendiéndole desnudo frente al viento. Aquella efectiva armadura que había hecho huir a la señora de la noche, ahora quedaba atrás. Intenciones claras las de aquel desdichado, tan claras como vanas.

Orgulloso, se declaraba inmune al qué dirán. Protegido bajo ese escudo vivió feliz. Nada influía sobre él los pensamientos ajenos, anónimos. Él se mostraba tal cual, henchido y erguido, engreído y satisfecho. Pero aquella noche le hizo pensar. Le enseñó a dudar, aunque no a arrepentirse. ¿Acaso existe forma más honesta de afrontar este largo camino? Ni tan siquiera frente a la luna bajó su escudo, y obró bien. Mas ahora, maldito a una vida sin el roce de su nívea piel, seguía vacilando. Su incertidumbre le carcomía.

¿Debió nuestro aventurero ceder a sus principios? ¿Debió monstrarse como cabría esperarse de él? ¿Debió ceder ante aquellos brazos que intentaban desnudar su pecho, ya no tan henchido? ¿Tuvo acaso que abandonar durante aquel crepúsculo la lógica y la razón que había movido su mente y sus pies hacía allí, con tal de no defraudar a la blanca dama?

Quizá, sólo quizá, si en ese aciago anochecer hubiera dejado en la ribera del río su resplandeciente traje. Si hubiese nadado junto a la luna despojado de una parte de sí. Si aquella noche hubiera sido un poco más como todos quisieran que fueran y un poco menos él, ahora su calvario no sería eterno. Cada noche, desde su ventana, podría a la luna observar. Podría dejarse acariciar un segundo con algún débil haz y sonreír a la musa que nunca debió asustar.

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