viernes, 2 de diciembre de 2011

El Rey no va desnudo

Cruzó la sala con paso solemne. Caminaba calmo, sereno como si su consciencia estuviera por encima de las inquietudes de su pueblo.

Al final del pasillo que formaban sus caballeros, se encontraba su nervioso consejero. Aunque solía distinguirse por su quietud y parcos gestos, las circunstancias lo habían colmatado. Había unido sus manos, intentando disimular su desasosiego, pero a duras penas podía detener a sus dedos. Su mirada iba de aquí a allá, sin atreverse a posarse en la regia figura de su señor.

Arturo lucía un jubón ajustado y blanco. La casaca de cuero sobresalía en el cuello, por encima de su resplandeciente cota de mallas. Sobre ella, su imponente capa granate, de brocado de seda, con el dragón del linaje Pendragón bordado en hilo de oro; capa común en todos y cada uno de sus caballeros. Sin embargo sólo él portaba al cinto la esbelta Excalibur, de pomo dorado y plateado. Tintineaba continuamente con su andar y, al llegar frente a su trono, la asió con la mano izquierda al girarse. Dirigió la mirada a sus leales caballeros, recorriendo cada rostro con quietud. Con el sosiego que le caracteriza, acercó sus manos a la sencilla corona y despojó de ella a su cabeza, cediéndosela a su leal maestre.

— Caballeros de Camelot. — el rey sonreía, apaciblemente, aunque su semblante seguía inspirando seriedad. — Me dirijo a vosotros de igual a igual, de servidor a servidor de Camelot. Desde la fundación de este baluarte de justicia y libertad, el destino nos ha guiado hasta este momento. — su tono ceremonial se incrementaba por momentos. — Cada piedra que hemos apartado del camino, cada compañero caído, cada batalla ganada y perdida nos ha preparado para esto, para lo que nos espera más allá de los muros de nuestra querida Camelot.

El silencio reinó durante un largo instante, sólo roto por el sonido metálico del desenfundar de una espada. Arturo sostenía a Excalibur frente a sí, con los ojos fijos en su argéntea hoja. Giró la empuñadura y clavó su punta en el suelo, arrodillándose frente a ella.

— El pueblo de Camelot es nuestro señor. — los caballeros de la mesa redonda le imitaron. Por un segundo el chirriar del metal contra el cuero se apoderó de la sala. — De ellos y para ellos son nuestra vidas. — se irguió, agitando su arma sobre la cabeza. — ¡Por Camelot!

— ¡Por Camelot! — aclamaron todos al unísono.

Entre el estruendo de las pisadas y el repiqueteo de las cotas de mallas que abandonaron la estancia, un suspiro se dejó oír. Las manos del maestre habían recobrado su quietud y sus ojos estaban ahora fijos en el paisaje que los ventanales dejaban ver. El fuego se extendía por doquier. La otrora verde yerba ahora era carmesí y los cuerpos, de enemigos y aliados, decoraban aquel macabro paisaje. Sin embargo, bajo la luz que las cristaleras arrojaban sobre la sala del trono, Merlin sonreía. Casi reía. Su tarea había acabado al fin y con éxito.

Torpe en sus pasos, dirigió sus caminar hacia su silla, junto a la del rey. Se sentó en ella, con dificultad, apoyando sus brazos sobre su pecho, acariciando su desaliñada y grisácea barba.

— Al fin un rey que no va desnudo. — pensó, cerrando los ojos. — Al fin un rey que no es rey. Al fin un rey digno de Camelot.

— Por Camelot. — susurraba cuando expiró.

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